Después de regresar del destierro de Málaga y de su matrimonio con Dª María- que así se la llamaba en el entorno familiar- , Francisco Tobar fijó su residencia, como queda dicho, en el número 51 de la calle Montera de Madrid.

Allí vivió durante al menos tres años en un ambiente enrarecido por las malas relaciones entre su nueva esposa y la criada, Antonia.

La criada no veía bien la presencia de la nueva esposa de Francisco y había tomado parte en una lucha de oposición y desgaste con Dª María, hasta tal punto, que Dª María llegó a confesar a alguno de los parientes próximos, que de la criada no quería tomar nada, que todo lo referente a la comida se lo sirve la portera de la finca, incluso hasta el agua que bebe.

Una noche al despedirse mi abuelo de Francisco Tobar, para regresar a Hortaleza, Antonia le dice que pase a la cocina, que no se atreve a decírselo al señor, pero que ella no duerme más en la casa y, que esa misma noche, quería irse a dormir a casa de un hermano, porque tenía mucho miedo de la Sra. Dª Maria, que entraba en la cocina y la asustaba e insultaba y que de ninguna manera quería seguir así.

Antes de volverse para Hortaleza, mi abuelo, regresó al dormitorio de Francisco Tobar, para comentarle lo que le había dicho Antonia, y que luego volvería para quedarse, y evitar que Antonia abandonara la casa. Así fue, cuando mi abuelo regresó, Antonia y Francisco ya habían hablado. Así le dijo Francisco Tobar a mi abuelo: «Está bien, Guillermo, esta noche puedes quedarte pero he pensado que para ti es mucha molestia estar todo el día, ya que tienes que atender a tu casa, y que teniendo Antonia un hermano que no trabaja, porque está enfermo, es él, quien puede quedarse de noche y descansar de día y Antonia estará más conforme».

Parece que este fue el momento en el que Antonia decidió dar un paso al frente.

La decisión de Francisco Tobar, después de que Antonia hablara con él, echaba más leña al fuego de la sospecha de la relación existente, entre el señor y la criada. La presencia de mi abuelo durante la noche, en la casa de Francisco Tobar, no facilitaba la situación, por lo que Antonia debió sugerir la presencia de su hermano.

La predisposición de Francisco, para entender y aceptar la propuesta de Antonia, era una prueba más de que algo «raro» podía estar ocurriendo en la casa.

Apenas tres años después de su regreso a Madrid, Dª María cayó enferma. Para Francisco se repetía la historia. De nuevo su esposa caía enferma y necesitaba de la ayuda de sus parientes. En esta ocasión a quien recurrió fue a mis abuelo, Juana y Guillermo. Les pidió ayuda y les solicitó que hablaran con el médico que la estaba tratando para ver qué es lo que le pasaba a María.

El médico manifestó que a Maria había que ingresarla en un manicomio. Aparentemente la enferma no presentaba ningún síntoma de enfermedad mental como había manifestado el médico, más bien al contrario, se mostraba atenta y cariñosa en el trato, como siempre, pero el diagnóstico del médico no dejaba lugar a dudas.

Por petición de Francisco Tobar, mi abuelo gestionó todo lo necesario para el ingreso de Dª María en el manicomio.

Pero lo que era difícil de imaginar es lo que iba a ocurrir en el momento en que la enferma saliera del domicilio camino del hospital. Las criadas de Pedro Tobar, advertidas de tal acontecimiento se desplazaron desde la Puerta del Sol hasta la casa de la calle Montera. Al ver que los empleados del manicomio bajaban a la enferma comenzaron a dar palmas y a gritar, llamándola «tía caballo» como la llamaba Pedro, en plan despectivo. La situación subió tanto de tono que tuvieron que intervenir los agentes de la autoridad para expulsar a las criadas del lugar.

Una vez ingresada Dª Maria, en el manicomio, Unas veces mi abuelo, otras mi abuela y, en ocasiones mi tío Paco, hijo mayor de mis abuelos, acompañaban en el tranvía a Francisco Tobar, en su visita al manicomio.

Según órdenes internas del hospital, no se podía hablar con la enferma, tan solo verla por una mirilla que tenía la puerta de la habitación. Por lo que la visita se terminaba en unos segundos después de contemplar a la enferma como deambulaba por la habitación.

Las relaciones entre padre e hijo no habían mejorado con el tiempo. Al contrario, continuaban por unos derroteros de continuo conflicto. Un día en que Francisco tenía un dolor en una pierna y no podía acudir al manicomio en el tranvía, le pidió el coche a su hijo Pedro, a través de mi abuelo, para que les llevara al manicomio. Llegada la hora en que tenían que partir, ni se presentó el coche, ni tuvieron noticias del por qué de su ausencia. Francisco y mi abuelo, tuvieron que tomar el tranvía, a pesar del dolor y el esfuerzo que a Francisco le suponía realizar el viaje a pie en esas condiciones.

Al regreso, en lugar de dirigirse a su domicilio en la calle Montera, Francisco tomó el camino de la Puerta del Sol, para dirigirse a la casa de Pedro, comentándole a mi abuelo que a su hijo, lo del coche, le iba a costar caro. Así fue, llegaron a la notaría de Pedro, y antes de entrar, Francisco le dijo a mi abuelo que se quedara en la puerta, que subiría el sólo. Francisco estaba tan enfurecido que sería capaz de lo peor. Aunque Francisco subió en el ascensor, mi abuelo, preocupado por la situación, ascendió por las escaleras hasta el piso inferior, al de la notaría. Con cierta oposición de la criada, Francisco consiguió superar la puerta de entrada y una vez dentro de la oficina, pistola en mano, recorrió todas las dependencias en busca de su hijo, sin que, afortunadamente, tuviera éxito en su búsqueda.

Al salir, Francisco le preguntó al portero, si sabía del paradero de su hijo, quién le manifestó, que no sabia donde estaba, pero que había salido a la hora de costumbre con el coche. Con la rabia contenida Francisco, acompañado por mi abuelo, se dirigió a su casa en la calle Montera.

La cosa no acabaría ahí. Francisco le dijo a mi abuelo «tu no te vas a Hortaleza hasta que veas a mi hijo diciéndole que si es hombre me ha de decir esta misma noche por que me ha faltado el coche».

Efectivamente, poco tiempo después, Pedro se presentó en la casa de Francisco acompañado de otros señores con una disculpa acerca del coche, que quizá fuera cierta, pero a Francisco no le convenció. Como la cosa entre ellos era un continuo polvorín, esta ocasión no iba a ser diferente. Se dijeron de todo y a voces, durante dos horas, hasta el extremo que los acompañantes de Pedro salieron de la casa con las manos en la cabeza ante el espectáculo que estaban presenciando.

Durante el viaje que habían realizado Francisco, y mi abuelo, al manicomio, Francisco Tobar le dijo a mi abuelo: «Querido Guillermo pedir a Dios que aunque sea poco, muera Pedro antes que yo porque sino ya ves como es mi hijo, así que poco podéis esperar de él».

Paradojas de la vida el final de la historia dista mucho de lo manifestado por Francisco Tobar en esta ocasión.

Como una mañana más, mi abuelo Guillermo se dirigió a la casa de Francisco Tobar con el propósito de acompañarle al manicomio. Al llegar a su casa, Antonia , la criada, le comunica la noticia de la muerte de la Sra. Dª Maria, y que no sabe dónde está el señor.

La noticia, también había llegado a oídos de Pedro Tobar quien se dirigió en su coche hasta el manicomio. Por su parte, mi abuelo, también se dirigió en coche hasta el manicomio, coincidiendo con Pedro Tobar en la entrada de pabellón donde estaba la difunta. Al llegar adonde se encontraba Francisco, velando el cuerpo de Dª Maria, se produjo otra escena de las acostumbradas. Pedro se fue derecho al lugar donde estaba la difunta y gritando dijo «gracias a Dios que ha muerto esta tía Caballo». El comentario desencadenó otro drama que finalizó entre reproches y amenazas.

Para Pedro, la muerte de la «tía caballo» representaba una victoria en la guerra interna que sostenía con su padre. No se conformaba con añadirle sufrimiento a su padre cada vez que surgía la ocasión, sino que procuraba que su entorno, especialmente sus criadas, fueran partícipes y cómplices de esa lucha entre ambos.

Estando en el velatorio, Pedro, al ver que mi abuelo pretendía volver a Hortaleza, para cambiarse de ropa le dijo: «Guillermo, como veo que nos vamos a quedar aquí toda la noche, le dices a mis criadas, que como yo no puedo, que ellos celebren la muerte de la tía caballo». Al llegar mi abuelo a la finca se encontró con que las criadas ya conocían el fallecimiento de Dª María y le dijeron que informara a D. Pedro, que ellas iban a celebrarlo, como lo tenían prometido.

Durante la noche Pedro continuó con sus chanzas, una vez contando chistes a las enfermeras, y otras, riéndose de los familiares de la difunta, hasta el punto, que, fruto de la tensión acumulada, a Francisco Tobar le dio un síncope que tuvo que ser atendido por el médico del manicomio.

Las escenas volvieron a repetirse durante el entierro. Pedro continuó blasfemando de la muerta en presencia de sus familiares y a Francisco le volvió a dar otro sincope que a poco termina con su vida.

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