A mediados del siglo XIX ya se tiene conocimiento de la existencia de dos lavaderos en el término municipal del Hortaleza. Los dos se encontraban en las proximidades del Arroyo de Rejas. Uno de ellos, estaba situado en el lugar conocido como las Rejas de las Monjas, cerca de la carretera de Madrid, y el otro mas arriba en el arroyo del Quinto. Se aprovechaban las aguas de los arroyos para el lavado de la ropa pero pronto dejó de utilizarse.
En 1885 el lavadero que se encontraba en el camino de Madrid estaba en unas condiciones tan lamentables que el Ayuntamiento tenía prohibido su uso, sin embargo tuvo que autorizarle a su propietario, Cipriano Rodríguez, que lo abriera la público durante una temporada, mientras se resolvían unos problemas que surgieron con el otro lavadero. Una vez se solventaron, se le volvió a comunicar su clausura inmediata hasta tanto no realizara las obras necesarias para la seguridad del edificio donde se encontraba.
El otro, que se le conocía como el Lavadero Viejo, estaba situado un poco más al Sur, más cerca de la finca del Quinto, en las proximidades del Arroyo del Quinto.
El primero estaba fuera de servicio por el estado ruinoso en que se encontraba y el segundo no reunía las condiciones. Solo las mujeres de la época sabían del frío y de incomodidad que representaba ir a lavar al lavadero, sobre todo en invierno; era un autentico martirio permanecer varias horas, casi a la intemperie y con las manos en contacto con el agua fría, que producía unos sabañones que no desaparecían hasta la llegada del buen tiempo.
Pasaron más de cincuenta años, en estas condiciones, sin que el Ayuntamiento pudiera dotar al pueblo de un lavadero municipal que reuniera las mínimas condiciones. Durante todo este tiempo se hicieron varios intentos de reformar el lavadero Viejo, pero pronto se desecharon, entre otras razones, porque se encontraba alejado del núcleo de población y este aspecto era muy importante puesto que las mujeres se desplazaban con barreños, o sacos de ropa, a sus espaldas.
Desechada la idea de la reforma se pretendió la construcción de uno nuevo que cumpliera con unas mínimas condiciones y que dispusiera de agua corriente.
Pero el Ayuntamiento no disponía de ningún solar donde llevarlo a cabo, por lo que se puso al habla con algunos propietarios de los solares del pueblo. Se localizó un solar propiedad de D. Pedro Tobar, en 1927, que estaba en el Barrio de los Murallones, concretamente en la calle de Madrid.
Para ampliar el solar que resultaba un tanto reducido. El Ayuntamiento pensó en llevar a cabo una permuta de un solar de su propiedad, por otro de Rogelio Muñoz de Castro. La permuta no cuajó. Finalmente el acuerdo se cerró con la compra del solar a Rogelio Muñoz por 1000 pesetas.
Se acordó contactar con la Compañía Madrileña de Urbanización para preguntar cuánto costaría al ayuntamiento la toma de agua para consumo de un lavadero.
El Ayuntamiento se encontró con el mismo problema de siempre. No disponía no disponía de ningún solar donde llevarlo a cabo por lo que se puso al habla con alguno de los propietarios de los solares del pueblo que reunieran las dimensiones que se buscaban. Se localizó un solar propiedad de D. Pedro Tobar que estaba en el Barrio de los Murallones – Barrio de San Matías-.
En los primeros meses de 1927 se llegó a un acuerdo entre el Alcalde Eduardo Marques Núñez y el mencionado Pedro Tobar para que éste cediera los terrenos que se habían localizado. El compromiso se hizo verbalmente en el mes de Septiembre, sin embargo la Corporación prefería que este tipo de acuerdos estuviera debidamente formalizado por lo que invitó al mencionado señor Tobar para que se hiciera un contrato que estuviera en vigor durante todo el año 1928.
A mediados del año 1931 la situación económica estaba tomando tintes de autentica gravedad. El paro obrero se había convertido en un problema importante y el Ayuntamiento estuvo tratando de poner en marcha algunas obras al objeto de dar ocupación a los obreros en paro.
Se estaban barajando varios proyectos, entre ellos la construcción del lavadero, pero ninguno terminaba de cuajar, pues dependían de las subvenciones del Gobierno Civil, ya que el Ayuntamiento no tenía autonomía económica para sacarlos adelante.
No obstante, tratando de remediar la situación de paro, se comenzaron las obras del lavadero, sin autorización por parte del Gobierno Civil. Para no perder más tiempo los trabajos se ajustaron por administración.
Los Gastos que se derivaran de las obras, no podían imputarse al presente ejercicio y tampoco podían plantearse como un presupuesto extraordinario, lo que supondría gravar mas al pueblo. Ante esta situación el Ayuntamiento decidió tirar por la calle de en medio y, pensando en el dinero que se tenía en el Banco de España, procedente del cobro de los derechos de licencia que se había otorgado a los Padres Paules, decidió comenzar las obras y ya vería la forma de lo resolverlo en el presupuesto del próximo año.
También se produjeron acciones voluntarias de los vecinos para colaborar con la situación de crisis obrera, Guillermo Obispo ofreció al Ayuntamiento cien pesetas en portes, como donativo, para allegar materiales al lavadero municipal, lo que llevó al ayuntamiento a aceptar el gesto de solidaridad y hacer constar en el acta de la sesión del día nueve de septiembre, su voto de gracia a favor del mencionado vecino.
Con las obras comenzadas, el día 5 de Septiembre, se recibió una carta de la Diputación Provincial denegando la subvención que se había pedido para el lavadero por incumplimiento de las bases establecidas por la propia Diputación.
El Ayuntamiento siguió sacando dinero de la cuenta del Banco de España y en el mes de octubre saco las últimas 1.425 pesetas que se destinaron a ultimar los detalles, colocar los cristales, unas alambradas y allanar el terreno próximo
En el nuevo lavadero disponía de agua corriente y se habían mejorado considerablemente las condiciones para la limpieza de la ropa. Se construyó una pila especial para la ropa de los enfermos e infecciosos y se le dotó de una estufa para calentar el agua.
Una vez terminados los pequeños detalles se procedió a su inauguración, el día 25 de Octubre de 1931, a las 4 de la tarde. Empezó a dar servicio al día siguiente de su inauguración. La primera mujer encargada de su limpieza fue Candelas de Castro, que cobraba 5 pesetas a la semana.
Se estableció el precio para su uso de 0,35 pesetas por persona y día, lo que motivo la queja de todas las mujeres del pueblo. La tarifa resultaba muy cara para las empobrecidas economías de la mayoría de las familias, principalmente, para las que lo utilizaban poco tiempo que se veían obligadas a pagar la tarifa como si estuvieran utilizándolo todo el día.
Teniendo en cuenta la razonable protesta de las mujeres, el Ayuntamiento tuvo que revisar las tarifas y se establecieron nuevos precios: para el día completo, se mantuvo el mismo precio, pero se estableció el precio por hora, que fue de 0,10 pesetas y el de dos horas en 0,20 pesetas. A partir de las dos horas se aplicaba la tarifa diaria.
A primeros del año 1932 se produjo la adjudicación para la explotación del lavadero por el sistema de subasta, adjudicándose el remate a Florentino Alonso García. A los pocos meses de su concesión empezaron a surgir discrepancias entre el rematante y el Ayuntamiento, acerca del consumo de agua. Florentino Alonso alegaba que el gasto debería ser soportado por el Ayuntamiento y éste no opinaba lo mismo. En vista de que no conseguían resolver las diferencias el Ayuntamiento decidió cancelar el contrato de concesión de la explotación que le había otorgado.
Vacante la concesión del rematante, Trifón Sánchez Casanova, presentó una propuesta en la que ofreció una peseta diaria para el Ayuntamiento, haciéndose cargo él del consumo de agua. Como el asunto corría cierta prisa para el Ayuntamiento, no fue difícil llegar a un acuerdo, quedando pendiente de la aprobación de las bases del concierto que tendría lugar unos días mas tarde. Se le exigió el pago de una fianza de 40 pesetas.
A comienzos de 1933 se volvió a sacar a subasta la contratación de los derechos de cobro del lavadero quedando, en esta ocasión, desierta por falta de licitadores.
En vista de ello se decidió prorrogar por otros ocho días más la posible contratación y mientras tanto encargar a una mujer para que, provisionalmente, se encargara de la limpieza del mismo a la que se le abonarían seis pesetas semanales. Micaela Barranco Frutos fue la encargada de ello durante la primera semana.
Trifón Sánchez que había sido el último contratista presentó una oferta de cien pesetas por todo el año y pagar, por su cuenta, el consumo de agua. A pesar de que era una propuesta sensiblemente a la baja, fue aceptada por el Ayuntamiento.
El Barrio de San Matías, donde estaba ubicado el lavadero, constituía un núcleo de población que iba en aumento y no disponía de agua de Lozoya, cuando en el centro del pueblo, se disponía desde hacía más de quince años.
La única fuente existente era la que daba servicio al lavadero municipal, que estaba debidamente controlada por el contratista, puesto que el gasto corría de su cuenta.
Algunos vecinos pensaron que, al existir la mencionada acometida, no sería difícil poder conectarse para su uso privado, por lo que se dirigieron al Ayuntamiento solicitando el permiso correspondiente para utilizar el agua de Lozoya.
El Ayuntamiento se vio en la obligación de denegar el permiso puesto que el contrato de abastecimiento de agua para el Lavadero, prohibía cualquier uso del agua que no fuera el uso del mismo.
Al finalizar la Guerra Civil, la Comisión Gestora nombró encargada del Lavadero Municipal al la vecina, Maria Serna Esteban, concediéndola la participación del 50 % de los cobros.
Durante los años de la postguerra, el lavadero de Hortaleza, recobró una actividad importante. Muchos de las casas del pueblo carecían de agua corriente, las mujeres continuaban desplazándose hasta el Barrio de San Matias para lavar las ropas de su casa.
Cada casa tenía su organización, unas, la gran mayoría, acudía una vez a la semana y, curiosamente, el mismo día de la semana. Creo recordar que mi madre iba el lunes. En las casas en las que eran muchos de familia, la mujer acudía alguna vez más a la semana, pero lo normal es que fuera un día.
Cada mujer tenía sus días preestablecidos y, en muchos casos, se ponían de acuerdo entre varias para acudir juntas. Una vez en el lavadero cada una tenía un sitio preferido y procuraba coincidir con aquella vecina con la que se encontraba más cómoda para ello. La vida del lavadero tenía su atractivo, pues era uno de los pocos momentos en las mujeres se reunían fuera de casa, aunque fuera mientras hacían su faena.
Después de lavar sus prendas, especialmente las de color blanco, las echaban “al prao”, que consistía en colocarlas sobre la hierba en las inmediaciones del lavadero para que se secaran bajo los rayos solares. Mientras se secaba la ropa, aprovechaban para descansar y tomarse un pequeño bocadillo a la sombra de las moreras que se plantaron en la explanada que se encontraba en sus proximidades.